Ferrán era un joven que entró al servicio de un importante caballero. El muchacho era muy trabajador, realizaba las tareas con eficacia y tenía, además, un fino sentido del humor.
Un día, durante una conversación, el dueño de la casa se enteró de que el chico era aficionado a escribir.
- ¿Y sobre qué escribes, muchacho?- le preguntó.
- Sobre cualquier cosa, señor. Antes de dormirme, recuerdo lo que ha pasado a lo largo del día y siempre encuentro algo que merece un comentario.
-¿Me dejarás leer tus escritos?.
- Por supuesto, señor.
Unas horas después, el caballero tenía en sus manos la libreta de Ferrán. Al abrirla descubrió una esmerada caligrafía y, a medida que iba pasando las páginas, se dio cuenta de que el chico tenía madera de escritor. Desde ese momento, el caballero se acostumbró a leer sus escritos de cuando en cuando.
Una tarde, el caballero recibió la visita de un desconocido y Ferrán se quedó junto a la puerta de la sala, inmóvil como una estatua.
- Tenía ganas de conocerlo personalmente- dijo el recién llegado a su anfitrión-. Sé que usted es inteligente y sensible, y que posee una gran cultura, cualidades indispensables para comprender la empresa que me dispongo a llevar a cabo.
-¿De qué se trata?.
Supongo que habrá oido hablar de la piedra filosofal, esa sustancia maravillosa que, entre otras cosas, es capaz de convertir en oro cualquier metal- explicó el desconocido en tono confidencial.
- Algo he oído. Pero me parecían una ideas tan descabelladas...
-¡Nada descabelladas, amigo mio!. Eso es lo que algunos, de forma interesada, intentan hacernos creer. Quieren que se extienda la idea de que es una locura, para evitar que todo el mundo se lance a la búsqueda de esa portentosa sustancia. Pero los alquimistas de toda Europa, los mayores genios, las mentes más insignes, están tras ella.
El caballero, que escuchaba embelesado, preguntó con interés:
-¿Y dónde podría hallarse la piedra filosofal?. ¿Se sabe algo?.
- Se sabe bastante, aunque solo unos pocos elegido tenemos acceso a una información fiable. Yo, entre ellos.
- ¿Usted?.
-Así es. Mañana mismo salgo para Italia. Allí me encontraré con la persona que me proporcionará lo necesario para el tratamiento y posterior transformación de los metales. ¡Transformación en oro, naturalmente!. Este viaje supone unos gastos...No son excesivos, pero sí elevados para mi economía. Si aporta una pequeña cantidad, compartiré con usted el negocio. Ahora bien, si no desea hacerlo, tengo otras personas a las que realizar este ofrecimiento.
Aquellas palabras hicieron mella en el caballero, que dijo con impaciencia:
-Espere. Dígame, ¿a cuánto ascendería mi aportación?.
- Se trataría de 500 ducados solamente.
-Bueno...Es una cantidad considerable para mi patrimonio, aunque creo que puedo permitírmelo.
Un rato después, el caballero le entregó al desconocido la cantidad acordada y los dos se despidieron estrechándose las manos.
Pasó el tiempo y, un buen día, el caballero dijo a su criado:
- Ferrán, hace mucho que no leo ninguno de tus escritos. ¿Podrías traerme tu libreta?.
- Por supuesto, mi señor.
El caballero iba pasando páginas cuando, de pronto, leyó estas líneas: Ayer, mi señor hizo una gran necedad. Vino a verlo un alquimista y, para mi sorpresa, le entregó 500 ducados. Ese hombre, que en mi opinión no era más que un embaucador, iba a hacer un viaje a Italia con el fin de comprar todo lo necesario para convertir en oro cualquier metal.
- Vaya, vaya...¿por qué crees que lo que hice fue una necedad?.
- Porque cre que ese tunante no volverá.
-¡Ah!. ¿Y si te equivocas y regresa?. ¿Qué harás entonces?.
- Ya sabe, señor: Rectificar es de sabio. Así que, si volviese, tendría que corregir lo que he escrito, porque, entonces, quien me parecería necio sería el alquimista.
El caballero se echó a reir con la ingeniosa respuesta del joven. El tiempo demostraría quién de los dos tenía la razón.
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